Navidad, 1974. El año en que nos mudamos al departamento. Hasta entonces, vivíamos en la casa quinta de mi abuelo Tito. Mis papás habían comprado este departamento, ubicado muy cerca del centro de La Plata, en cuotas, cuando todavía estaba en construcción.
Me acuerdo que mis papás contaban como las cuotas eran fijas, pero debido al sube de la inflación en el ’75 y ’76, esas cuotas terminaron siendo monedas y pagaron las últimas todas juntas. Ahora me parece raro que hubieran sido fijas. No sé cuando mis papás compraron el departamento, pero aún en el ’69, el año que nací, cuando la inflación estaba a su punto más bajo, menos de un raquítico 8%, era lo suficiente alta para que las cuotas no fueran fijas. De ahí subió a casi el 60% en el ’72 y ’73, pero para el ’74 ya había bajado al 24%. Para el fin del ’75 estaba a más del 180% y en el ’76 subió a casi el 450%. Me parece que no necesitamos a ir más allá de esto para entender porque el pueblo apoyó al golpe militar.
Pero volvamos a la foto. Fue nuestra primera Navidad en el departamento. Acá estamos, el día de Navidad, en el living – un ambiente que usábamos poco ya que nuestro lugar de reunión era la cocina. Los sillones, de cuerina, mi mamá los había comprado cuando todavía vivíamos en la quinta. Había un sofá igualito que se hacía cama, y ahí era donde dormí yo en mis últimos años en la quinta. Era donde dormía mi tía Pipi cuando se quedaba en casa, me acuerdo como le gustaba dormir conmigo porque yo “le ponía la pierna”. Siempre me gustó dormir con una pierna agarrada a otra persona. Fue igual con una de mis nenas, así que dormimos muy bien juntas.
El arbolito era, obviamente, de plástico. Creo que tanto el árbol como los adornos – de vidrio, muy caros, había que tratarlos con mucho cuidado – estaban de estrenar ese año. Pero fueron los mismos que tuvimos cada año después.
Los árboles de Navidad eran bastante nuevos en Argentina para esos entonces. Mi mamá no había tenido, todavía en la casa de mi abuela Zuni lo único que se ponía era el pesebre. A mí me encantaba jugar con esas figuras de pastores y ovejas y, por supuesto, el niño Jesús, pero eran de yeso o de loza y también había que tener mucho cuidado. Mi otra abuela, Granny, la norteamericana, tenía un arbolito chiquito plateado que ponía en … y ahí de nuevo se me va la palabra. La que me viene es cómoda, pero no creo que sea. Eran mueble muy grande, muy bonito y antiguo que tenía un toca-disco de un lado, una radio del otro y un gran parlante debajo de ellos. Estaba al lado del sillón donde se sentaba. No había realmente lugar para poner regalos bajo este arbolito, pero claro, tampoco había tantos regalos.
En esta navidad parece que recibí una muñeca. La verdad, creí que esa muñeca me la había regalado Granny y Gladys. Recuerdo que tenía una muñeca, que habían comprado en Sados, y que venía con montones de juguetitos, peine, cepillo y muchas otras cosas que no recuerdo claramente. Pensé que había sido esta muñeca pero debe haber sido otra. En fin, tuve a esta muñeca por varios años. No tengo mayores recuerdos de los regalos que recibió Gabriela, pero sí me acuerdo bien de la camioneta que le regalaron a Junior. Era de metal y bien pesada. Terminó teniendo tres, creo, igualitas pero de distinto tamaño. Me acuerdo que eran caras.
No tengo otros recuerdos de esa navidad. En realidad, las navidades de mi niñez se mesclan. Pero me imagino que hay más fotos por ahí, así que me imagino que terminaré escribiendo sobre otras.
No sé como se dice “artista manco” en inglés, pero yo me siento como una escritora manca. Me gustaría tanto poder escribir, pero no sé como inventarme cuentos ni cómo contar historias. Es más, cuando hay que relatar cualquier experiencia, le pido a alguien más que lo haga. No me vienen las palabras, no organizo las oraciones, me olvido de lo que quiero decir o me voy por tangentes muy largas.
Lo que sí puedo escribir, lo que me gusta escribir, son recuerdos. Mi papá tenía un libro de cuando era chico que se llamaba “Allá lejos y hace tiempo“. Estaba en la casa de City Bell, por alguna razón. Aunque por otra razón que no recuerdo nunca lo leí, siempre me gustó el título. Y viendo que me fui muy lejos de la tierra de mi niñez y han pasado tantos años, realmente describe a estas memorias.
Así que se me ocurrió que voy a tomar fotos que han sido escaneadas o fotografiadas y voy a escribir lo que se me venga. No serán cuentos o algún libro importante, pero bueno, es algo.
Empecemos con ésta, simplemente porque estaba hablando con mi hermano Junior (que se pronuncia Yunior, o “SHOO-nyor” para los que sólo hablan inglés, pero al que ahora lo llaman David, pronunciando “Deived” para los que sólo hablan español) sobre los muñecos que él tenía cuando era chico. Uno de ellos, un conejo de peluche rosa con pantalones de terciopelo color turquesa, llamado Davicito, era muy malo y siempre se peleaba con nuestras muñecas. Le pedí a mi hermano que buscara si tenía alguna foto, para presentárselo al resto de la familia que nació acá, en California, pero no encontró. En su lugar me envió esta foto, la que está arriba.
Estamos los tres hermanos, yo, Junior y Gabriela (el burro adelante para que no se espante) – que para ese entonces ya no se llamaba Iaia. No sé cuantos años tenía, yo diría 8 o 9. Junior tiene uno y medio menos y Gabriela uno y medio menos que él. Gabriela, para los que no saben, ya no está. Se nos murió hace ya varios años. Nunca me puedo acordar de cuantos. Y ni siquiera fue del riñón, lo que nos trajo a EEUU, pero esa es una historia para otro momento.
En la foto estamos en la cocina del departamento en La Plata donde crecimos. Estamos festejando el cumpleaños de los muñecos. No me parece que de algún muñeco en particular, sino de todos. Mi mamá, que nos daba cuerda con esto, hizo la torta. Seguramente la hizo de una mescla, pero el baño de 7 minutos (creo que se llama), tintado de rosa, lo hacía a mano. Todas nuestras tortas estaban cubiertas con ese baño. Y por lo tanto, la mayoría de nuestras tortas eran de colores. Años después, ya acá en Estados Unidos, colorizé una foto en blanco y negro para mi clase de fotografía, que mostraba a Gabriela soplando velitas. A la torta la hice color celeste o verde, y una de mis compañeras comentó de que las tortas no eran de esos colores. Bueno, las tortas de mi mamá, sí.
Viendo a los muñecos, me acuerdo bien de algunos y menos de otros. Recuerdo a las dos muñecas en mi mano derecha pero no también como para acordarme de sus nombres o siquiera si eran mías. La del medio, con el vestido amarillo, era Blanca Nieves. Mi mamá me había comprado a Blanca Nieves y los 7 enanitos creo que cuando estaba embarazada de mí. La muñeca duró más que los enanos. En mi otro brazo creo que tengo a Belinda, se ven algunos cabellos rubios y se me da que era ella. Belinda era una muñeca que hablaba y que mi abuelo Tito me había traído de Italia. Movía los labios y tenía un disco, creo que con canciones. Se rompió hace muchísimo pero todavía la tengo, escondida en un placard. Cuando las nenas eran chicas siempre me pedían que se las mostrar, aunque era está desnuda y ya no porta su trajecito rojo. Querían jugar con ella, pero nunca les dejé. Lo mismo con el Teddy Bear que no estuvo en esta fiesta y que tendré que describir cuando escriba sobre otra foto.
Delante de Belinda hay otra muñeca que no me acuerdo de donde salió pero que se ocurre era de mi mamá. No sé por qué. No era de las preferidas. No sé realmente como se sostienen los muñecos entre mi hermano y yo. Hay alguien escondido que los tiene en sus manos? Están sobre algún mueble?
Uno de ellos es el “mono”. Ya he escrito sobre el mono y en lugar de repetirme voy a poner un enlace a su historia en los comentarios (o, cuando copie esto a mi blog, acá mismo). Se me ocurre que la muñeca abajo del mono era Heidi. No se parece mucho a Heidi y ni siquiera me puedo acordar de como era la muñeca, pero tiene el pelo negro y el muñeco de pelo anaranjado cerca de ella, es Pedro – el amiguito de Heidi de la serie de dibujos animados de televisión. A los tres nos gustaba mucho a Heidi, pero especialmente a Gabriela. Los muñecos eran de ella. Me imagino que jugábamos las dos.
Heidi, para los que no sepan, fue un libro sobre una nena huérfana que va a vivir con su abuelo en las montañas de Suiza. Ahí conoce a Pedro, un niño pastor de cabras. Unos años después la llevan a la ciudad – Frankfurt (que queda en Alemania, a lo mejor Heidi no era suiza después de todo?), para ayudar a una niña rica paralítica. Finalmente vuelve a sus montañas.
Los japoneses hicieron una serie de dibujos animados sobre Heidi que fue muy popular en Argentina. Además de los muñecos teníamos álbumes de figuritas y cassettes con las canciones. Creo que la otra muñeca entre mi hermano y yo era de Gabriela, pero no me acuerda nada de ella.
Junior esta agarrando solamente a un muñeco: Martín. Lo tuvo desde muy chiquito, desde antes de que nos mudáramos al departamento cuando yo tenía cinco años y el casi cuatro. Martín era un muñeco de trapo, con una cabeza grande, un cuero chiquito y patas largas. Al contrario del conejo Davicito, Martín era bueno, no se peleaba con nadie. No me acuerdo que Junior jugara mucho con Martín, pero estaba ahí, en su pieza, sin molestar. La muñeca chiquitita que Gabriela tiene en la mano fue una de varias que había comprado mi mamá. Venían con trajes típicos, no me acuerdo si de otros países o tiempos o qué. Más tarde, cuando empezamos a jugar con Barbies (o realmente, con Sindies), eran sus hijas.
No sé por qué me parece que el nombre de la otra muñeca era María Eugenia. Pero también me parece que ese era el nombre de otra muñeca, una de pelo castaño que me habían regalado a mí, tenía ese nombre. Y claro, María Eugenia también fue el nombre de una compañera de escuela de Gabriela. En fin, estoy bastante segura de que esa muñera era de Gaby.
Qué más queda? El otro día le estaba contando a mi hija como mi mamá lavaba la ropa en el departamento. Entre la cocina y la ventana había una media pared que separaba la pileta de lavar ropa del fogón. Y al lado de la pileta estaba el lavaropas. Mamá tenía un aparato donde colgar ropa arriba de la pileta, pero además tenía un secarropas chiquito, ahí debajo de la ventana. Lo podés ver en la foto, atrás de Gabriela, cubierto de un mantel de…
Hace tantos años que no escribo en castellano que me he olvidado de montones de términos, en particular esos que no huzo mucho. Como se llaman esos manteles? Tengo la palabra en la punta de la lengua, pero no sale.
Cuando nos fuimos de EEUU, mi tía Gladys se llevó el secarropas a su casa. Lo volví a ver cuando la visité ya hace 15 años atrás. Lavamos ropa en su casa y lo usamos. El secarropas ya tenía más de 20 años para entonces. Justo hoy me compré un nuevo secarropas. Debe ser al menos del doble de tamaño y reemplaza a otro que creo que tenía menos de cinco años cuando se rompió. Todo tiempo pasado fue mejor, no?
La mesa de la cocina. Ahí es donde comíamos todos los días, desayuno, almuerzo, merienda y cena. Yo generalmente me sentaba al fin de la mesa, donde me pueden ver en la foto. Gabriela se sentaba en la otra punta, al lado de la heladera. Pero cuando Junior se sentaba en mi lugar, la miraba a Gabriela y ella se quejaba de que la miraba.
Tengo tantos, pero tantos recuerdos de esa cocina, donde pasábamos la mayor parte de nuestras horas. Ahora me doy cuenta de lo chiquita que era, de lo chiquito que era todo nuestro departamento, pero entonces me parecía grande – todo me parecía grande (excepto el departamento de mi tía Beatriz).
Voy a tener que escribir sobre la cocina más, sobre mis recuerdos. Ahí hacía los deberes, generalmente a la mañana antes de ir a la escuela. A veces es imposible creer que han pasado más de cuarenta años. Me parece que en cualquier momento vamos a volver a estar ahí los cinco, mamá, papá y nosotros tres. No puedo creer que esta historia se terminó, que ya no existe. Pero luego me doy cuenta de como aún los recuerdos se están yendo, se esfuman tal como las palabras. Todavía no recuerdo como se llama la tela de ese mantel.
You would think that given how many times my mother has told me the story, I would know exactly how many months salary she saved to buy me el mono, the monkey. But as it always happens with stories you hear a lot, you stop listening and the details become fuzzy.
It was either a whole month’s salary or three. Now, three seems excessive. Would you save three months’ salary to buy a toy? It’s hard to believe. But toys in Argentina were expensive. Everything was expensive. American democracy survives only through the importation of cheap goods made by quasi slave labor abroad, and the elimination of excess populations through mass incarceration and drug addiction. It’s the bubble that’s about to burst. In Argentina’s history, it burst many times – thus the price of toys and recurring military dictatorships. I was born during the military dictatorship of Onganía.
My mother tells me often how much she paid for this monkey, in terms of her labor, to show me how much she loves me (or, at least, with how much illusion and love she was waiting for me – she bought it when she was pregnant). I get it. But I don’t need the tales. I can see her love for me in all the photos of both of us. I can feel her love for me as an adult – a far more complicated love, mind you – in all her actions and attention. She fucked me up, in the same but different way I’m sure I’ve fucked up my children, but with love.
I am sure I liked the monkey, maybe even loved it, but, as Oscar Wilde so profoundly said in the Ballad of Reading Gaol, we always kill the thing we love. Or in my case, lose it.
So it happened that one day when I was very little that I went with grandmother, as was usually the case, to play in the swings at the campus of the Estudiantes de La Plata soccer club, over by the tennis courts, behind the always dirt-brown children’s pool, I left the monkey behind. I don’t remember the details. Why did I bring the monkey? Did any of my siblings or cousins come along? Where did I forget it? All I can remember is the desperation of having lost it.
I picture the swing – though once again, my mind goes fuzzy. All I can really see is the brick-red color of the ground. I know the swing was metal and wood – but then again, aren’t they all? But I can’t tell how many swings there are. Is there also a calesita? A subi-baja? What is stranger is that I don’t even know if we found the monkey. It probably didn’t matter. The trauma of having lost it was enough. I knew my mom would get mad. And if you think I’m scary when I get mad, you haven’t met my mother.
Some time later, I believe, my mother bought a new almost identical monkey for my sister Gabriela. At least, I associate the monkey with her. It had a shirt and overalls and, like this one, even though you can’t see it in the photo – it was holding a banana in its hand.
Eventually that became a problem. Gabriela developed something akin for a phobia against bananas. She couldn’t see them. She couldn’t smell them. She could not hear the word banana. If she did, she would throw a fit. A kicking and screaming fit. A swearing and yelling fit.
Our brother loved bananas. I don’t know which was the chicken and which was the egg, though I always assumed that it was her hate/resentment/anger/etc. at David that made her develop this hate for bananas. Or, as she would call them porquerías inmundas. I’ll let Google translate try to work that one out.
Gabriela’s issues with bananas were so deep that around 1984, when she was hospitalized to study the petit mal epilepsy symptoms she was experiencing, the doctors noted how even in her sleep her brain waves would go wild if the word banana was said in her presence. Mostly, my parents let her get away with ruling out all mentions of bananas from the house. And thus it became a weapon of sibling fights.
Dealing with the monkey’s banana was relatively simple. They covered it up with surgical tape until you couldn’t even see its shape. Still, I don’t think Gabriela played much with that monkey after she developed her phobia. I think that my mom still has the monkey, I might even have seen it at her house when I went last week when my father died.
My feelings about him are conflictive. I don’t feel compelled to give him a hug, I don’t smile when I look at his pictures, but then again, I don’t exactly feel animosity towards this toy.
And yet, I wrote a whole essay about him.
As I end, I realize how much I associate this monkey with my mom. My father must have picked it up a thousand times, I must have seen him holding it, but to me, he and the monkey were strangers. The monkey was all mom’s. She paid for it.
Last Friday, Facebook apologized to a grieving father for posting a “Year in Review” on his feed that featured his dead daughter.
Facebook’s “Year on Review” on my brother’s feed.
On Saturday, they posted this photo on my brother’s feed:
It’s a photo of our sister, Gabriela, agonizing on her death bed. She died later that day.
Gabriela got sick when she was 9 months old. She got síndrome urémico hemolítico (hemolytic-uremic syndrome– HUS). I was almost four when this happened and I don’t remember ever not knowing those words. I didn’t know their meaning, of course, because at the time nobody did. A syndrome, I was told, is a set of symptoms that go together without a known cause. Now we know that HUS is most often caused by e-coli or another bacterial infection. Not that it mattered, what mattered was that Gabriela got sick.
Ironically enough, I have rather good memories of the three months I spent living with aunt Gladys and Granny while Gabriela was at the hospital. My aunt and grandmother doted on me, and I enjoyed the visits to the hospital. The old, immense Hospital de Niños building was located in front of the Parque Saavedra, a huge park with a lake and plenty of green space. Later, in fifth grade, I would come back here with my class to do a “study” of its ecosystem. After every visit my aunt would buy me an ice cream bar. Back then children were mostly put in large wards. It was probably for that reason that, upon noticing that Gabriela was sick, my parents had taken her to the private Clínica del Niño. The doctors there didn’t know what to do with her. I’ve heard the story thousands of times: they kept filling her with serum while she couldn’t urinate until my father, worried, picked her up and took her against medical advice and without having her discharged, absconding with her to the public Hospital de Niños, where they saved her life. HUS, you see, is a disease of poor children, the Clínica doctors hadn’t seen it before. It was rare and worrisome enough, however, that my mother and Gabriela got the only single private room in the hospital. Some years later, it’d be occupied by my cousin Fernando. Those memories are not in the least bittersweet.
I still remember, as well, the names of the doctors who saved her life back then and kept her alive afterwards: Silver and Rentería. Their names would be replaced by others a few years later. While Gabriela survived HUS, her kidneys were permanently damaged. By the age of six, they were giving out on her.
The three of us celebrating a doll’s birthday, c. 1978?
The CEMIC. The Center for Medical Education and Clinical Investigations in the posh Palermo Chico neighborhood of Buenos Aires. It became Gabriela’s home-away-from-home from the moment my parents found out about the possibility of a kidney transplant. There were so many tests; my father had a different blood type; my brother and I were too young; my mother’s kidney was not fully compatible. A German drug could work, perhaps, to bring down her immune system and prevent it from rejecting the kidney. Working with the insurance companies to get them to import it and pay for it. Getting Gabriela to gain weight so she could withstand the operation; getting my mother to lose weight to make it easier to take out her kidney. My vacaciones the invierno, winter break, that year were spent in a nice apartment close to the calle Florida, in Buenos Aires. It was owned by tío Héctor, one of my father’s college friends. Mamá and Gabriela were in the hospital, papá working and visiting them, I was pretty much on my own. I strolled the calle Florida, browsed at the toy stores and Harrods, ate the delicious pear jam that tío Héctor’s cousin was working to distribute. I visited Gabriela at the hospital some times. She was in an isolation room, all by herself. To enter, you had to cover your clothing, your head, your face and even your shoes. You had to wash your hands with disinfectant and then put on gloves. After her death, I discovered a letter I wrote to her while she was in the hospital, telling her about some little dolls I’d bought, advising her to be good to the doctors and nurses.
We celebrated Gabriela’s first transplant with an asado for doctors, patients and family members. 1979.
The rest, well, the rest is history. She got the transplant, a year later she started to reject it, two years later we had come to the US in search of a second kidney. It would take a year, two at the most, and we’d be back home. That’s what we thought. Instead, it was six, and I was a sophomore in college by the time it came. Before and after, well, there were health problems after health problems. My freshman year in college I wrote a poem about her death, I don’t even remember what particular health crisis she was growing through then. Peritonitis, convulsions, infections, my mom actually kept count of the hospitalizations, she’ll probably comment and say how many they were. My mom was with her on every single one. Every medical crisis presaged her death, but she didn’t die. Then she lost her second transplanted kidney, around the time I was having my second child; she refused to go back on hemodialysis so we waited for her to die. At the last minute, when the toxins in her brain were giving her painful hallucinations she consented to be treated, and there she went on until she had her third transplant, this time from a girl she met on the internet. The Wall Street Journal even wrote about that (years later, my husband would also be featured on a WSJ front page story, on a completely different topic).
Throughout my life I have made my peace with Gabriela’s death so many times that when it finally happened, it came as an enormous surprise. Truth be told, I believed she would outlive us all. She gave proof to the adage that death comes like a thief in the night, when you least expect it.
My relationship with Gabriela had deteriorated over the years. I loved her, I hope she knew that, but we clashed too much. I won’t speak ill of the dead because it serves no purpose, so let’s just say we did not get along. In part I was happy to say my last words to her after she died so she couldn’t talk back. But I think she knew what I would tell her: that I always loved her with all my heart, that I had given her as much of me as I could give her and still remain a person, that I lived every day with the guilty of the unfairness and senselessness that she had been sick and I hadn’t been, that she didn’t get to live a full life, and I did. As she laid dead, I spoke those words for myself, of course, but I also spoke them for her.
My family back in 1980, Gabriela is at the front.
But don’t get me wrong, while Gabriela and I were not close anymore, it’s in relative terms. There is a closeness in my family which I think is very unlike what I see in others, for better or worse. When we were young and my brother and I would express jealousy about how much more attention my parents paid to Gabriela than to us, my mom would say that her children were like her fingers. When one was injured, that’s the one she paid attention to, but the others were just as important and loved. I think that the five + 1 of us (Kathy, my younger sister, was born two years before I left for college) are like fingers. Too much part of a one to be individuals by ourselves. I don’t think I can grieve for Gabriela without grieving for myself, for my brother or for my parents.
And thus we go back to Facebook’s ill-timed photo. It didn’t appear on my feed, and for that I’m thankful, but it did appear on my brother’s. I understand why it did. I come from a large family, with tons of aunts and uncles and cousins and second and third cousins. Gabriela’s death was shared by everyone who lived her struggles. They couldn’t be there in person, so they were virtually around her. So they liked the photo, they commented on it, it was significant. Which does not mean that seeing it again was welcomed.
My biggest issue was not that this photo was posted by facebook on my brother’s feed, he can deal with his own traumas, but that it was posted adorned with bright colored circles and squiggles that look balloons and garlands. It’s a design that celebrates, that shows joy… at my sister’s agony and death. How incredibly crass is that? How cruel?
It’s bad enough that they did it, but it’s worse that they did it with full knowledge of the pain this could cause. After all, just like Friday they apologized for doing pretty much the same thing. When you apologize for doing something wrong, you are supposed to change your behavior, not do it again and this time with happier designs!
Some good has come of this, for me. I had been avoiding thinking about Gabriela this whole Xmas season, I didn’t want to break down and cry and I
have now done so, repeatedly, as I composed this post. I didn’t want to think about the fact that next year, when my whole family comes to my house for Christmas, she won’t be with them, I didn’t want to think about how there is a finger missing from that hand now and it will never be reattached, but I know I did both of us a disservice by avoiding thinking about her. I’m glad this forced me to and I can say Merry Christmas to the memory of that little girl that Gabriela was once upon a time.
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